miércoles, 28 de agosto de 2013

Los retratos de un Dorian Gray*

Esa calvicie no tan prematura, la tez morena y el luto que le daban la sudadera negra y el pantalón azul marino, lo hacían parecer un cuervo con gafas.

Ella, con su cámara lista, sólo veía la expresión alegre, pero sin saber capturó el toque de amargura de los labios enmarcados por una barba de dos o tres días.

El obturador sonó y con ello atrapó la puerta cerrada detrás, negra también, en contraste con mosaicos blancos, alacenas refulgentes, un fregadero impecable y las toallas acomodadas.

Al otro día, a primera hora, dieron, por fin, un paseo. Él consintió en ponerse una playera roja. No parecía gustarle que fuera un día tan espléndido. Se detuvo a posar junto a una barranca.

El miedo al vacío impidió que ella tomara la foto de frente. Él salió, por lo tanto, a la izquierda, como si no quisiera estar ahí. Ella no se detuvo a mirar que fue rechazada; quiso retratar al viento, pero él no se movió.

Ya transcurrieron nueve años; ha cobrado más importancia el paisaje. Él, se antoja como un pegoste y ella, por eso, lo dibujó: con el cabello entrecano, con la mirada sonriente. Le inventó una cenefa amarilla a esa sudadera negra para quitarle lo cuervo. Ella lo recuerda vivo, pero él está agonizante. Ella lo imagina entero, pero él está dividido. Ella lo reclama suyo, pero él no la quiso amar.







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